Letanías Urbanas: iconografía del abandono

Letanías Urbanas: iconografía del abandono

Autor: José Ortiz Follow // Tiempo de lectura 8 min

Una reseña de la exposición de Jesús Mejía en Lado B

Un día lluvioso dio paso a una noche espléndida que parecía ser cómplice de lo que iba a pasar. El edificio de Lado B lucía como un gigante de concreto que se reflejaba en la calle mojada entre luces que parecían marcar el camino. No era para menos: esa noche se inauguraba Letanías Urbanas, la exposición del joven artista Jesús Mejía, quien ha sabido construir una narrativa visual donde lo espiritual, lo urbano y lo político conviven en una tensión profundamente humana.

Al entrar, una luz tenue revelaba lo que parecían íconos monumentales de un vía crucis contemporáneo. Mejía no es ajeno a esta invocación religiosa. En 2023 su serie Liturgia fue galardonada con el Premio Nacional Francisco Amighetti, precisamente por su capacidad de resignificar lo sagrado en el contexto de la cultura visual contemporánea. En esta ocasión, el artista nos sitúa entre lo sagrado y lo profano, entre la fe como resistencia y la ciudad como escenario del abandono.

Cada pieza funciona como una letanía visual, una repetición melancólica que surge como respuesta a la violencia y el desconcierto social que atraviesan al país. La paleta terrosa y grisácea refuerza esa sensación de resignación espiritual, mientras los contrastes de luz y sombra evocan el claroscuro barroco reinterpretado bajo una estética contemporánea. Como señala Arthur Danto (2003), el arte contemporáneo ya no busca representar la belleza sino pensar la condición humana a través de la imagen, y en Mejía esa condición se expresa como una plegaria silenciosa en medio del caos: Eloi, Eloi, Lama Sabactani?.

Desde las primeras obras del recorrido, es evidente un interés larvado por el lenguaje iconográfico cristiano: luces, aureolas, gestos de dolor o súplica, algo que viene de sus años de infancia en dónde compartió la devoción de su madre e incluso fue monaguillo, sin embargo, ahora esas imágenes adquieren un nuevo significado al ubicarse en el territorio secular, dentro de la marginalidad.

En Ruinas de una casa de oro, se hace evidente la necesidad del artista de mostrar una realidad que muchas veces se intenta ocultar. Una niña virginal, casi como una deidad, rodeada de cerdos en medio de una casa derruida, bajo la inscripción “Pura Vida”. Esa imagen condensa el cinismo de una sociedad que repite su eslogan turístico mientras ignora sus heridas internas. Los cerdos, tradicionalmente asociados con la impureza en la iconografía judeocristiana, se convierten aquí en espejos de la humanidad: seres vulnerables que habitan entre los escombros. La composición claustrofóbica, los tonos ocres y el dramatismo lumínico dialogan con la pintura expresionista y con la estética de la ruina que Hal Foster (1996) identifica como una de las constantes del arte posmoderno: el deseo de encontrar belleza en la herida.

Algo similar ocurre en Refugio de los pecadores, donde Mejía confronta la costumbre social de ocultar a los diferentes, de mantener fuera de la mirada pública aquello que desafía la norma. En esta obra, los cuerpos ocultos no solo representan la marginación, sino también el silencio cómplice de una sociedad que, como diría Gerardo Mosquera (2001), “se debate entre la visibilidad y la invisibilidad de sus propias grietas culturales”. Mejía convierte esa tensión en imagen, utilizando el claroscuro como metáfora de la mirada: ver y no ver, mostrar y ocultar.

Una de las piezas más potentes del conjunto es Torre de ceniza. En ella, una figura monumental pero vulnerable es rodeada por una muchedumbre violenta. El personaje podría destruir a quienes lo acosan, pero luce sumiso, inerte, como si cargara la culpa colectiva. Esta pintura trasciende la anécdota local para abordar la violencia como ritual, dónde el fuego se vuelve purificación y castigo. La escena recuerda que la multitud posee un poder transformador que rara vez ejerce con conciencia.

En la parte trasera de la sala, casi oculta, aparece Los borrachos (2021), pieza incluida en su serie Liturgia. Curiosamente, se muestra quemada, eliminando la figura del joven protagonista. Es un gesto simbólico que refuerza la noción de autoexilio, de negarse a ser partícipe de la violencia. La carga emocional de esta obra evoca lo que escribió el curador Luis Fernando Quirós: “la pintura de Mejía me ancla no solo por el manejo técnico y su dramático lenguaje, sino también porque asimila el discurso de una realidad que no deja de ser violenta, sombras de una sociedad contaminada, envenenada por los (des)aciertos de nosotros mismos: nuestra grandilocuencia o testarudez”.

En conjunto, Letanías Urbanas propone una liturgia del desencanto, una serie donde lo espiritual y lo político se entrecruzan sin necesidad de sermones ni consignas. Como diría Nicolas Bourriaud (1998), el arte contemporáneo actúa como un “intersticio social”, un espacio donde se ensayan formas alternativas de relación. En las pinturas de Mejía, ese intersticio es la imagen misma: un lugar de recogimiento y resistencia, donde la fe se manifiesta no como dogma, sino como persistencia en medio del derrumbe. Letanías Urbanas es, al final, una forma de esperanza: la constatación de que, incluso en medio del caos puede haber una luz hacia una sociedad mejor.

Puede ser arte de fuego

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